Puntualidad de los velorios


Acerqué la silla. Arrastré un poco sus patas y el ruido hizo que tarde en incorporarme.
Miré la pantalla, hoja en blanco. Hubo un momento en el que sólo podía ver mis manos: temblaban un poco, esperaban moverse rápido, querían escribir el último punto y ya, volver rápido a perderme en mis pensamientos. Pero ya estaba ahí, esperando.
La espera que se transformó en mecanismo de poder, de tortura: quién maneja el tiempo, lo maneja todo. Atiné a darme vuelta para ver el reloj en la pared.

«Pasá que ya viene». El cubículo, la oficina, y no se podía ver la luz del día.
«Que se yo, hay gente que es feliz así». Pensé sin perderme.
Empecé a transpirar y volví a mirarme las manos. Ya no temblaban, pero estaban humedecidas. Ya no era más mi tiempo cuando decidí salir de casa, subirme al bus, sentarme sin saludar a nadie y ver un poco de mi reflejo en la ventana y otro poco de quienes ya habían cedido su tiempo antes.
Las agujas del reloj sonando cada vez más fuerte, más y más. Se escuchaban, como en coincidencia, piecitos moviéndose apresurados.
 Yo sólo pensaba en que del otro lado del teléfono estaban ansiosos esperando, quienes querían que ceda el tiempo porque tal vez así esté mejor y no piense tanto y se me arrugue la expresión juvenil de la cara. Yo se que lo estaría, un poco incómodo, pero quién no. A veces solo se trata de hacer cosas que no nos gustan para que nos devuelvan una sonrisa, como usar corbata o llegar puntual a un velorio.
«Pasá que ya viene». No venía nunca, y las agujas cada vez más fuerte: TIC- TAC, TIC-TAC.
Y el tiempo jugando a las escondidas. Perdí segundos, que seguramente habría desperdiciado, o tal vez podía estar abrazado a alguien, o sentado todavía mirando el casi yo reflejo de la casi ventana con los casi dueños de su vida que apenas sí se animaban a pisar las hojas que se juntan en las veredas en otoño.
 Me imaginé en mi casa con las manos en el fuego para que se pongan un poco rojas. Desistí de la idea al pensar en el horrible olor del pelo quemado. De repente, llegó el momento esperado...Escuché la puerta abrirse y...
Falsa alarma. También la buscaban, y no llegaba nunca ni para mi, ni para ellos; otros viejos sometidos que me iban a hacer pagar derecho de piso, los muy malditos.
Seguramente, ya habían salido de su casa, aturdidos con el reloj, sentados en el transporte.
No, no creo. Se veían cómodos con el sometimiento. Pero cómo lo explicaba en una reunión familiar, en una juntada de amigos, en un intento de acercamiento con desconocidos.«Los castigos son peores que los errores, ya no podemos equivocarnos». Me consolé con el pensamiento.
Mientras el drama, sentí el cosquilleo y cambié de pierna. Ahora la derecha se cruzaba sobre la izquierda, y así tres veces.
Había escrito una rima, de ahí pasé al verso, y si escribís eso irremediablemente vas al poema, del poema al cuento, del cuento a la novela, y de la novela a la cuenta bancaria. Pero yo no quería, no quiero. Me resisto a que toda habilidad humana tenga que transformarse en mercancía.
«Pasá que ya...».Y ese ya  había pasado hace mil años, hace mil pensamientos, hace mil memorias y mil inventos de historias de universos paralelos.
«Ya está, me levanto y me voy. Para qué estoy acá quieto, podría seguir quieto bajo mi propio dominio. Por qué habré llegado veinte minutos antes, les acabo de decir que soy capaz de regalarle hasta eso». Repetía, en sometimiento y medio.
«Pasá que...». Sentí el sudor, sentí la arruga en la camisa. Incluso pisé mi zapato y sin querer le quité el lustre, se veía la marca de la desesperación, lo sucio, el talle más grande. Todo caótico para la impresión.
«Pasá...». Ya había sido derrotado, ya me había sometido. Perdí la cuenta las veces que perdí por cuentas, seguro que conté más derrotas que victorias. Pero ahí estaba de nuevo, en la cancha, de pie, con las medias descosidas, porque rara vez el humano triunfa y es por eso que se festeja el doble.

Abrió la puerta. Me levanté y le dí la mano. Me miró de arriba a abajo. Apuró el trámite, y perdón por hacerme esperar. Que no importaba le dije, cómo no va a importar. Seguía dos a cero abajo, pero por lo menos las agujas ya no se escuchaban.
Me dijo que me llamaban, yo le creí, cómo siempre hago. Y como siempre, del otro lado del teléfono que nunca apago; los quienes me daban su apoyo, su motivación.
Habían tenido suerte en el sometimiento, o eso buscaban, acepté mientras levanté los hombros.
Cedí el asiento, pensé en todas las historias que no estaba escuchando, y no hablo de analizar, es-cu-char. Quise contar las de todos, una por una. Por eso, cuando subí, dije buen día.
Es que en la niñez se desarrolla una especie de sexto sentido: al mirar a los ojos notás la tristeza.
Incluso algunos perros creo que la desarrollan. Yo ni soporto los ladridos.
Cuando estaba por abrir estas puertas más amigables e intentar olvidarme lo amargo de otra cantada derrota, ví unas ratas que pese a toda su porquería, andaban libres. Aunque corrían, yo les sentía el olor a cloaca.

Pasó un tiempo, volví a cruzarla. Y ella seguía haciendo esperar y perder tiempo, ahora era gerenta o algo que hace gente que tiene que sonreír a gente que aunque corretea sigue teniendo olor a cloaca, pero llevan puesta ropa a medida.
Me reí un poco, yo llevaba un nuevo cuaderno. Acerqué la silla. Arrastré un poco sus patas y el ruido hizo que tarde en incorporarme.
Primero tomé la goma de borrar, luego el lápiz. Sabía que iba a equivocarme, pero por qué dejaría de seguir escribiendo.


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